"Quizás Septiembre más que el principio fue un final
y aquel verano perdió sus hojas, y algo más"
Doctor Deseo.
Éramos
niños salvajes. De esos que trepan por los árboles y tienen las rodillas llenas
de cicatrices. Niños salvajes de barro en las uñas y prisa en los besos. Los
típicos niños sudorosos y despeinados a los que miraban con desdén las madres
que vestían de domingo a sus retoños en la puerta de la Iglesia. A nosotros nos daba igual. Teníamos mil aventuras
que inventar: colgarnos del campanario y redoblar las campanas a destiempo para
molestar al cura, colarnos en cualquier casa abandonada a inventar historias de
misterio y bruma o cazar renacuajos en aquel río helado. La vida era una fiesta
y nosotros acudíamos saciados al banquete, entre moras y cerezas robadas de
cualquier prado. Siempre acabábamos en nuestro refugio: aquel sauce llorón cuyo
follaje nos protegía de un mundo aburrido que no nos entendía. Cuando cumplimos los diez hicimos un pacto de
sangre bajo sus ramas: nunca creceríamos, nunca nos separaríamos. El filo de la
navaja abrió nuestra promesa. Una certeza inconcreta pero evidente empezó a
perseguirnos como una sombra mientras nuestros cuerpos mutaban y ya no bajábamos
tanto al río porque, "qué vergüenza". Nosotros, que habíamos
competido mil veces para ver quién meaba más lejos, levantado todas las faldas
plisadas del pudor de las niñas bien y erigido nuestra intifada a pedrada
limpia contra todos los niños envidiosos que no entendían nuestros juegos,
empezamos a mirarnos como extraños. Peter Pan agonizaba entre estertores
mientras nosotros cambiábamos las chucherías por cigarros de contrabando. Y las
pausas entre tus piedras en mi ventana y mis "hoy no puedo salir, estoy
castigada" se espaciaban. Agosto alcanzó la pubertad en un Septiembre
moribundo y así agonizó el verano, último de muchos, porque sabíamos que vernos
otra vez sería faltar a la promesa.
"Y un pacto de sangre, nunca, nunca,
nunca se puede romper. Porque sino te mueres. O matas al otro con la sangre envenenada. Es
verdad, te lo juro".
Epílogo.
El 25 de Julio del 2012, Clara volvió tras diez años a la comarca. La
crisis económica impidió que su familia pudiera costear el apartahotel donde
veraneaban desde 2003 en Torremolinos, de manera que tuvieron que regresar a la
casa de los abuelos del pueblo. Cuando fue al prado dónde una década atrás habían
construido el sauce-cobijo, sólo encontró un tronco seco y moribundo. Eleonor,
la vieja a la que pertenecía el prado (que seguía igual de gorda que el último
día que la había visto), le explicó que había muerto porque le había atacado un
hongo. Ese hongo, le explicó, hizo que algunas hojas ennegrecieran y se cayeran primero, mientras que las demás se marchitaron y aparecieron como hojas quemadas. Eleonor dijo que con las lluvias de otoño salieron en el envés de las hojas manchas de moho. Y que ya no se pudo hacer nada. También le comentó que los científicos llamaban a esa enfermedad Fusciclaudium saliciperdum. Pero Clara sabía que su verdadero nombre era nostalgia.