sábado, 29 de diciembre de 2012

El verano que nos hizo.

Son animales de la noche. Les reconocerás porque están sucios y no les importa. No sólo no les importa, sino que se acomodan en la blanda mugre y se dejan arrastrar por sus turbios flujos. Algunos ríen muy alto, echando la cabeza para atrás y dejando ver oquedades en la boca. Dientes negros y picados, sabor a musgo. Su aliento fétido es su estandarte. Risa de latón oxidado quebrando la hipócrita quietud de la noche. Son animales de la noche, salvajes, encendiendo fuegos, acercando cucharas, gastando jeringas. Si te atreves a acercarte y superas la repulsión inicial comprobarás que no son tan amenazadores como parecen. Si les das la mano no sacan navajas sino caricias. Quizás una caricia a tiempo les falto a ellos y les sobró a ellas. Y ellas vuelven a abrir las piernas, y ellos a cerrar los puños. Mientras, las personas-sombra, domesticadas y temerosas de las cicatrices de los que quemaron la vida entre venas diladas, volverán a refugiarse en los lugares comunes y a cambiarse de acera, lejos de los contenedores y los cartones de vino, cuando se crucen con ellos en la calle. Pero si te acercas, escucha, si te acercas y te tragas los prejuicios o los dejas en el fondo de la litrona (o si viertes tus prejuicios destilados en sus bocas huecas, ávidas de olvido). Si lo haces, escucha, mañana te despertarás siendo, tú también, otro.


foto: Amanecer en una ciudad con puerto.
Norte.
2012.