miércoles, 23 de octubre de 2013

El verano que nos talaron el sauce.


"Quizás Septiembre más que el principio fue un final
y aquel verano perdió sus hojas, y algo más"
Doctor Deseo.


Éramos niños salvajes. De esos que trepan por los árboles y tienen las rodillas llenas de cicatrices. Niños salvajes de barro en las uñas y prisa en los besos. Los típicos niños sudorosos y despeinados a los que miraban con desdén las madres que vestían de domingo a sus retoños en la puerta de la Iglesia.  A nosotros nos daba igual. Teníamos mil aventuras que inventar: colgarnos del campanario y redoblar las campanas a destiempo para molestar al cura, colarnos en cualquier casa abandonada a inventar historias de misterio y bruma o cazar renacuajos en aquel río helado. La vida era una fiesta y nosotros acudíamos saciados al banquete, entre moras y cerezas robadas de cualquier prado. Siempre acabábamos en nuestro refugio: aquel sauce llorón cuyo follaje nos protegía de un mundo aburrido que no nos entendía. Cuando cumplimos los diez hicimos un pacto de sangre bajo sus ramas: nunca creceríamos, nunca nos separaríamos. El filo de la navaja abrió nuestra promesa. Una certeza inconcreta pero evidente empezó a perseguirnos como una sombra mientras nuestros cuerpos mutaban y ya no bajábamos tanto al río porque, "qué vergüenza". Nosotros, que habíamos competido mil veces para ver quién meaba más lejos, levantado todas las faldas plisadas del pudor de las niñas bien y erigido nuestra intifada a pedrada limpia contra todos los niños envidiosos que no entendían nuestros juegos, empezamos a mirarnos como extraños. Peter Pan agonizaba entre estertores mientras nosotros cambiábamos las chucherías por cigarros de contrabando. Y las pausas entre tus piedras en mi ventana y mis "hoy no puedo salir, estoy castigada" se espaciaban. Agosto alcanzó la pubertad en un Septiembre moribundo y así agonizó el verano, último de muchos, porque sabíamos que vernos otra vez sería faltar a la promesa.
 "Y un pacto de sangre, nunca, nunca, nunca se puede romper. Porque sino te mueres.  O matas al otro con la sangre envenenada. Es verdad, te lo juro".

Epílogo.

El 25 de Julio del 2012, Clara volvió tras diez años a la comarca. La crisis económica impidió que su familia pudiera costear el apartahotel donde veraneaban desde 2003 en Torremolinos, de manera que tuvieron que regresar a la casa de los abuelos del pueblo. Cuando fue al prado dónde una década atrás habían construido el sauce-cobijo, sólo encontró un tronco seco y moribundo. Eleonor, la vieja a la que pertenecía el prado (que seguía igual de gorda que el último día que la había visto), le explicó que había muerto porque le había atacado un hongo. Ese hongo, le explicó, hizo que algunas hojas ennegrecieran y se cayeran primero, mientras que las demás se marchitaron y aparecieron como hojas quemadas. Eleonor dijo que con las lluvias de otoño salieron en el envés de las hojas manchas de moho. Y que ya no se pudo hacer nada. También le comentó que los científicos llamaban a esa enfermedad Fusciclaudium saliciperdum. Pero Clara sabía que su verdadero nombre era nostalgia.


Unounodos.



Todos los enfermos de soledad hacen del metro su ambulancia.


(Sálvese quien pueda.)




Quién pudiera reír...


"Si ya te he dado la vida, llorona
¿qué mas quieres?
Quieres más"


Alguien cortaba queso y alguien liaba un porro. Llovía intenso y las gotas explotaban contra los cristales y se colaban por la grieta que Marcos aún no había tapado. Un cubo de agua recogía el incesante goteo que se filtraba en una madrugada demasiado fría para ser Octubre. En una esquina de la habitación había puesto varios puffs, un par de alfombras y lámparas rojizas. Nunca decidí si me gustaba o no. Estaba a medio camino entre rincón íntimo y burdel pretencioso y decadente. Habíamos vaciado ya ocho o nueve litronas, en las que se acumulaban cenizas que de vez en cuando alguien bebía por error; la botella de Brugal que Mario había robado en el Mercadona y un licor de hierbas asesino que me dejó en un estado de blanda semi-inconsciencia. El magnetismo de aquellas noches era que confluían en la misma estancia, como un enjambre de inadaptados, personas para mí desconocidas y excitantes. Ana me presentó a casi todos:  amigas de cuando estudiaba en el Colegio Mayor, un par de militantes de la facultad y compañeros de noches de pólvora y polvo blanco. Con la música de Chavela de fondo, Ana hablaba de desgarrarse por dentro. Lo hacía con la serenidad de quien ha sufrido hondo y sabe que quizás quiso saber demasiado. Su tristeza se intercalaba con la de La Llorona y, en mi ciego de alcohol y hachís, ambas historias se superpusieron y ya eran sólo una. La fuerza doliente, el empuje del que se sabe perdedor y persiste, la voz ronca pero firme. La anciana lesbiana que lucho toda su vida contra un entorno hostil y misógino por no tener que luchar más por nada, y mi amiga, quizás la más guapa de mis amigas, que se sabe atractiva y se siente desgraciada. Eran un sólo ser, eran la feminidad.  
Y qué es eso, debatíamos, y discutíamos todos sobre si la sexualidad es una construcción social, y sobre qué es la atracción ¿deseo o admiración? "pues acaso me fijo más en las chicas por la calle, pero luego busco pollas en los bares." Los temas recurrentes volvían: y el todos-somos-bisexuales lo dinamitaba Marcos diciendo que él había nacido marica, y que si hubiera tenido la más mínima esperanza de que le podría haber llegado a atraer, también, una mujer se habría evitado todo el sufrimiento acumulado. Hablábamos durante horas del miedo a la soledad en "esta sociedad en la que la velocidad del placer no deja tiempo al nacimiento del deseo", y siempre fluían las caricias cuando el sol comenzaba a desperezarse. Había gente que se quedaba dormitando entre cojines: gente abrazada, gente sin camiseta; algunos borrachos solitarios con la boca abierta y la baba colgando. Crisol de despojos. Yo siempre volvía a casa en el primer metro, tenía que llegar a la cama antes de que amaneciera papá, y mientras esperaba en el transbordo de Avenida de América me miraba reflejada en cristal del panel publicitario. La mirada hueca que me sostenía ese reflejo desconocido me inquietaba. Los retazos de las conversaciones se clavaban en mi incipiente resaca y mientras caminaba a casa, deprisa, que-joder-qué-frío-hace-al-amanecer ("la breve intensidad de las primeras luces..." sonaba en el mp3) volvían todos las palabras de contrabando en el baño, confesiones entre rímel corrido y tampax. Se me anudaba la desolación del anhelo, del deseo, del placer, de la bruma del vacío cuando explota la madrugada. Y del saber que el carpe diem era cada vez es más estridente. Y las drogas menos efectivas para paliar la ansiedad. Entonces, mientras corría hacía el portal, volvía la puta Ana a mi cabeza, para hacerme llover con sus tormentas.


"¿Y cuanto durará esta tristeza, María,
 cuándo se marchará esta tristeza?"