lunes, 14 de enero de 2013

Arder, seguir ardiendo, no dejar nunca de arder.

Nieve contra queroseno y pasos de cebra borrados por el blanco nocturno. Gélido traspiés donde el viento cortante congela las lágrimas antes de que puedan alimentar. Los puños cerrados y la tiritera que no cesa. Joder, qué mierda, joder qué mierda, qué puta mierda. Y ahora sí, se rompe contra una columna. Vulnerable al fin. No hay nada que hacer y esa certeza es cuchillo. Cómo se quiebra todo y se crece a base de moratones en la historia. Que ya no es el vértigo del folio en blanco, sino las manchas de café en tinta emborronada y cenizas junto a una botella vacía. No hay nada que estrenar, si acaso flores secas contra una caja de pino. Joder, nos desenredamos para atraparnos otra vez. Somos sólo carne y huesos haciendo equilibrismos para que no se nos vea la inseguridad bajo el disfraz. Al final cristal y luego polvo. Lombrices en tierra blanda. Metástasis y llamadas telefónicas. Se        e          x            t             i            e           n           d             e              el temor. Se es temblor. La cobardía que se descuelga y otra vez el agujero inverso y el epicentro del dolor que se expande en este territorio inestable. Estamos creciendo, sí, pero hacia dentro y no para fuera. Y es peligroso, lo sabe bien quien rellena formularios y tacha sospechas. Lo sabe quien vacía botellas para rellenar ausencias. Quien se desnuda las ambiciones para conformarse con la comodidad del calor de pasear de la mano y discutir por la decoración del hogar. Ella, que nunca quiso dejar el saco de dormir por tardes en Ikea buscando colchones para dos y él, que empieza a ser consciente de que algo está roto en su cuerpo. Y no lo quiere asumir y vuelve al bar en secreto. Al final lo supimos todos. El que se convulsiona en un funeral y quien lo hace en un pasillo con luces titileantes y olor a formol. ¿Y qué hacer? Nada, aparte de escuchar canciones tristes o dibujar soles con el vaho que se desliza por ventanas que ya nadie romperá a pedradas de rabia. Las sucursales bancarias son también casa de quién no tiene donde caer muerto. Curiosa ironía. También, buscando cobijo, entre cartones corretean mamíferos calientes que hallan bolsas hinchadas por este puto viento. Hijos del viento, nos hacíamos llamar. Cuando todo era un juego y la vida flotaba entre risas y la palabra enfermedad  la aplastábamos contra el cenicero si algún incauto pretendía aguar la fiesta. Luego llegaron el malestar y su melliza, la duda. Estalló la mierda que corrió maquillajes impostados y derritió el rímel contra la almohada. La primera visita en secreto al hospital y unos dedos tamborileando, sudando, cruzados. Por favor, por favor. Aún no.  Mientras, el resto, seguíamos ajenos, quemando todo y siendo humo ligero. Hijos del viento, viene la tormenta. Y no sabíamos estar mojados sin follar. No sabíamos lo que es que llueva, que llueva por dentro de las venas y en cada célula que lucha por resistir. No sabíamos nada y hemos aprendido a tropezones, y se desgastaron las zapatillas hasta que la goma de la suela se disolvió en escarcha. Y hace demasiado frío para seguir caminando descalzos bajo esta persistente nieve. Hijos del viento, ahora toca ser fuego. Pero jamás cenizas.




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